Final del principio.

Uno de los requisitos indispensables para poder irme a vivir a Holanda bajo el yugo ministerial era hacer un curso de seis semanas en Madrid. Un curso que a todas luces se planteaba como exasperante a la vez que imprescindible. Un curso que ha ido bien, y ha ido mal, y ha vuelto a mejorar y ha vuelto a empeorar, pero que finalmente murió. Lo hizo ayer, y la sardina la enterramos el jueves por la noche.

Han sido seis semanas muy intensas, agradables y sobre todo fugaces.  Ayer era quince de Agosto y hoy es ya veinticinco de Septiembre.

Del curso en sí no hay nada que pueda destacar. Cosas que ya sabía, cosas que había olvidado y cosas nuevas que he aprendido. Pero si hay algo que sí hay que destacar de ese curso son mis compañeros. Setenta compañeros, sesenta de ellos con destino. Setenta personas a las que no conocía de nada y con los que he congeniado, comido, bebido, reído, bebido, corrido, bebido, conversado, bebido, paseado, y compartido muchas cosas.

Es práctica común cuando uno deja un trabajo hablar del grupo humano con el que ha trabajado, alabarles y elogiarles, o al menos mencionarles. Yo no voy a hacer eso, porque aunque sí he tenido mas relación con algunos que con los demás, ha sido el bloque completo lo que me ha hecho pasar tan buenas seis semanas en esta ciudad, que es infinita. Han sido todos los que en algún momento han hecho que algo fuese mejor de lo que ya era. Una conversación, una cerveza, un croissant de jamón y queso, o una cena de sushi a domicilio. Han sido todos los que, en pequeñas porciones, han creado estas seis semanas, y es a todos a los que tengo que agradecerselo.

Chicos, seis chicas, muchas gracias por todo. ¡Nos vemos por los bares!